Desde la década del 90 que en Chile se viene agudizando un conflicto que tiene sus raíces en la época de la Conquista española: las demandas del pueblo mapuche. Principalmente aborda tres aristas: devolución de tierra, 2. solicitud de autonomía regional y 3. reconocimiento de su identidad cultural. Si bien, algo se ha avanzado en un par de estos temas y existen instancias de diálogo para continuar adelante, la burocracia del sistema estatal ha terminado por impasientar a una parte de las comunidades del pueblo mapuche, especialmente a las de la región de la Araucanía, provocado un recrudecimiento de las manifestaciones y generando un clima de alta tensión y violencia en la región. Cada vez que vuelven las noticias sobre este tema, recuerdo un fragmento del prólogo que el poeta Raúl Zurita escribió para el libro de poemas de Leonel Lienlaf, Se ha despertado el ave de mi corazón. Y cuando leo sobre la violencia en la Araucania, cuando oigo que muere otro comunero, cuando veo que han incendiado otro fundo, me pregunto dónde duerme esa ave ancestral en nosotros.
Prólogo a El ave de tu corazón (fragmento)
Los peñis, mis hermanos mapuches, poco a poco me fueron devolviendo a una voz más profunda que habitaba en mí y tuve la certeza de que esta era una escena que volvía a vivir. Que en realidad a todos nos es dado –al menos una vez en la vida– una cierta experiencia de la totalidad, de “esa respiración del universo”, pero que también –obligados por un mundo con otros vértigos– a menudo cometemos su olvido. En nuestra historia ese olvido es trágico y ha significado, en casos extremos, el desaparecimiento de pueblos enteros: onas, alacalufes, chonos, nos dan un sobrecogedor testimonio de ello; y en otros, un modo lento de aniquilamiento que, de llegar a concluirse, significaría también nuestro final. Ese es el caso del pueblo mapuche.
Su destino está ligado al destino de esta nación y con ella a las denominaciones con que nombramos las cosas, con que percibimos un cambio atmosférico o los infinitos laberintos del agua de un río. Cada vez que no escuchamos el lenguaje de la tierra que nos cobija y que nos hace a todos por igual “hijos de ella”, es algo de nosotros lo que violamos. El hombre de la tierra, el mapuche, es así una parte nuestra que va más allá del proceso de mestizaje y de las hibridaciones históricas porque su pertenencia toca la pertenencia de cualquier ser vivo bajo este cielo. Sin embargo, herederos también de una vorágine que se viene arrastrando desde laconquista, pareciéramos condenados a ver en ellos al otro. Condenamos así esa parte oscura de nuestro propio cuerpo que no es lo suficientemente simple como para establecer nuestras categorías intelectivas ni lo suficientemente embrollada como para transformar lo evidente en filosofía o ciencia.
Al padecer esta exclusión nos vamos igualando en una suerte de sobrevivencia generalizada que al no admitir la diversidad, se resigna a su separación del mundo que late y respira, al mismo tiempo que hace del hombre de la tierra la víctima expiatoria del crimen que cometemos con nosotros mismos.
Es la consistencia de esta vida la que se juega. Un territorio concreto de nuestro país es el escenario de esta confrontación: la región de la Araucanía. El hombre mapuche, urgido al trabajo en la ciudad, al minifundo o al más oprobioso de los inquilinajes, su vuelta al terruño o a la ruka es un acto diario de extrema violencia. No se puede saltar de un mundo a otro sin perder una cuota de vida en ello. De todas las formas de aniquilación es esta probablemente la más cruel. No solo se hace del hombre de la tierra un extranjero en el suelo de sus antepasados, sino que al hacerlo no se le ha permitido tampoco el usufructo de su extranjería. Arrasados en general de su lengua, de su tierra y de sus propios rasgos, se le pide además que sobreviva con lo poco y nada que se le da a cambio y luego, al ver su quiebre, se le juzga y se le condena. Primero se les reprochó no hablar bien el castellano y empecinarse en su idioma natal. Ahora se escucha a menudo la condena contraria: el estar perdiendo su lengua. Todas estas violencias –ejercidas en nombre del mismo mundo que en ciento setenta años de república jamás ha creado una sola política realista e igualitaria de integración– recaen finalmente sobre todos. La diferencia que negamos, el idioma que no entendemos, el rito que transformamos en folclor o pintoresquismo, los rasgos que nos negamos a reconocer, son no obstante neutros.
Al perderlos nos perdemos.
Así vamos apagando también las dimensiones más vastas del aire que nos acompaña, del cielo, de las mareas. Sobre las ciudades, hoy convertidas en megatrópolis o muy cerca de serlo, se deposita diariamente el sedimento de esta ceguera. Algún día lo lamentaremos. Tal vez para entonces ya no haya nada que hacer porque los hombres de la tierra hablarán una lengua única, con un solo sonido, porque ya nada puede decir el pájaro tué tué, el chucao, la diuca, el pájaro wudko, y solo ha quedado vivo el triste cloquear de las ponedoras en las inmensas fábricas.
Raúl Zurita: Prólogo. En Leonel Lienlaf: Se ha despertado el ave de mi corazón. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1989.
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