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13 oct 2009

La tortuga — Gabriela Mistral

Pocas veces he leído sobre el valor de la lentitud. Siempre se habla tanto de que la vida es corta y que debemos aprovechar cada uno de sus instantes, que al final, en tanta ansiedad de vivir experiencias, perdemos el sentido del paso del tiempo. No en lo referente a nuestra edad, eso de si tenemos más o menos arrugas. No, no me refiero a ese tiempo, digo el tiempo que pasa en el mismo momento de estar existiendo; esa conciencia de estar viviendo en el tiempo. Conciencia que solo se alcanza si es que no se está pendiente de la constante intensidad de la vida (la que nunca cesa) y dejando espacio a la lentitud necesaria para apreciar el paso del tiempo, lánguido, rítmico, evolucionando. Porque es esa necesidad de vivir rápido la que hace que  no veamos los cambios de luz en el cielo y sus distintas tonalidades —cada día diferentes—, no apreciemos los momentos en que la brisa hace sonar las hojas de los árboles en medio del ruido del tránsito a la hora peak, ni sintamos los cambios de ánimo que se experimentan desde la mañana hasta el anochecer. Sin embargo, las tortugas sí parecen comprender el valor del transcurso del tiempo, y no tienen ese prejuicio de su pérdida, la que pone tan histéricos a los seres humanos. En definitiva, ella sabe perfectamente que el final será inevitablemente el mismo, sea en la rapidez del instante o en la lentitud de la respiración.


La tortuga

Los tontos la ponen en cada discurso sobre el progreso para ofender las lindas lentitudes.

Ella ha vivido cuarenta años en este patio cuadrado, que tiene solamente un jazmín y un pilón de agua que está ciego. No conoce más de este mundo de Dios que recorren los salmones en ocho días…

Han echado en su sitio una arena pulida y ella la palpa y palpa con el pecho. La arena cruje dulcemente y resbala como un agua lenta.

Ella camina desde la arenilla hacia un cuadro de hierba menuda que le es familiar como la arena, y estas dos criaturas, arena y hierba rasada, se le ocurren dos dioses dulces.

Bebe sin rumor en el charco. Mira el cielo caído al agua y el cielo le parece quieto como ella. Oye el viento en el jazmín. Caen unas hojas amarillas, que le tocan la espalda y de le entra una cosa fría por lo bajo de la caparazón. Se recoge entonces.

Una mano vieja le trae alimentos; otra nuevecita tañe en la caparazón con piedrecillas… La mano cuerda aparta entonces a la loca.

Brilla mucho la arena a cierta hora y el agua resplandece. Después el suelo es de su color y ella entonces se adormece. La parada conoce el mundo, muy bien que se lo sabe.

Todas las demás cosas hacen algo; el pilón gotea y la hierba sube; en ella parece no mudar nada. ¿No muda? Aunque ella no lo sepa, su caparazón engruesa; se azoraría si lo supiese.

Al fin ha muerto. Un día entero no se supo nada: parecía solo más lenta… La cabeza entró en su estuche; las patas en su funda. La arena se dio cuenta de que se encogía un poquito más.

La dejaron orearse; después la han vaciado. Ahora hay sobre la mesa una concha espaciosa, urna de hierro viejo, llena de silencio.

Gabriela Mistral: Antología mayor. Prosa. Santiago: Cochrane, 1992.

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