¿Quién no vio pasar frente a su casa “al perro” del barrio? Yo recuerdo a Bigotes, el quiltro gris que deambulaba por los pasajes de aquella villa en Maipú, donde viví por varios años. Una vez que nos mudamos, pasaron por los menos un par de años antes de volver de visita al barrio. Y ahí estaba Bigotes. Salió al encuentro con más alegría que mis antiguos amigos. Luego ya no volví. Tiempo después supe que un día desapareció. Nadie se preocupó mayormente. Desapareció como hoy desparece una casa de antaño y en su lugar se levanta un edificio o quedan cuatro muros cuidando el vacío. La gente se acostumbra a eso: al cambio gradual de los elementos que terminan por mutar el paisaje y a la vida.
Callejero
Era callejero por derecho propio;
su filosofía de la libertad
fue ganar la suya, sin atar a otros
y sobre los otros no pasar jamás.
Aunque fue de todos, nunca tuvo dueño
que condicionara su razón de ser.
Libre como el viento era nuestro perro,
nuestro y de la calle que lo vio nacer.
Era un callejero con el sol a cuestas,
fiel a su destino y a su parecer;
sin tener horario para hacer la siesta
ni rendirle cuentas al amanecer.
Era nuestro perro y era la ternura,
esa que perdemos cada día más,
y era una metáfora de la aventura
que en el diccionario no se puede hallar.
Digo “nuestro perro” porque lo que amamos
lo consideramos nuestra propiedad,
y era de los niños y del viejo Pablo
a quien rescataba de su soledad.
Era un callejero y era el personaje
de la puerta abierta en cualquier hogar,
y era en nuestro barrio como del paisaje,
el sereno, el cura y todos los demás.
Era el callejero de las cosas bellas
y se fue con ellas cuando se marchó;
se bebió de golpe todas las estrellas,
se quedó dormido y ya no despertó.
Nos dejó el espacio como testamento,
lleno de nostalgia, lleno de emoción.
Vaga su recuerdo por los sentimientos
para derramarlos en esta canción.
Alberto Cortez: Ni poco… Ni demasiado, 1973.