26
Para que aquello que escucho enriquezca este canto y para
que los sonidos contribuyan a acrecentarlo.
Escucho el arte consumado de los pájaros, el murmullo del
trigo que se agita, el susurro de la llamarada, el restallar
de los leños, mientras cuezo mi alimento,
Escucho el sonido que amo, el sonido de la voz humana,
Escucho todos los sonidos, corren juntos, se combinan,
se mezclan o se persiguen,
Sonidos de la ciudad y del campo, sonidos del día y de la noche,
La parlería de los niños con aquellos que les aman,
las risas sonoras de los obreros que comen en común,
La voz colérica de los amigos que riñen, la débil voz de los
enfermos,
Escucho al juez que, con las manos apoyadas sobre la mesa
y con los labios pálidos, pronuncia la sentencia de muerte,
Los gritos de los estibadores que descargan en los muelles,
el estribillo de los marineros al levar el ancla,
Las campanas de alarma, los gritos de incendio, el estruendo
de las bombas y los carros de mangas, precedido de
cencerros y luces de colores,
El pito de vapor, el pesado rodar del tren,
La lenta marcha que tocan a la cabeza del cortejo, que avanza
de dos en dos
(Van a hacer guardia ante algún cadáver, las banderas llevan
crespones negros).
Escucho el violonchelo (es la queja del corazón del muchacho),
Escucho la corneta de llaves, su sonido penetra rápidamente
en mis oídos,
Y sacude mis entrañas con dolores dulces y apasionados.
Escucho los coros de una gran ópera,
¡Ah, esto sí es música –esto me agrada!
La voz de un tenor, amplia y fresca como la creación,
me penetra,
Se derraman de su boca melodías que me llenan completamente.
Escucho la voz cultivada de la soprano (¿qué relación hay
entre mi canto y el suyo?),
La orquesta me hace describir órbitas más dilatadas que las de
Urano,
Provoca en mí ardores tales como no me he creído capaz
de sentir,
Me arroja al mar, chapoteo con los pies desnudos, que las
olas perezosas me lamen,
Cabelleras amargas y coléricas me cortan la carne, me ahogo,
Me sumerjo en la dulzura de la morfina, me asfixio remedando
a la muerte,
Y me libero al fin para encontrarme con el enigma de los enigmas
Que llamamos la Existencia.
Walt Whitman: Hojas de hierba. Buenos Aires: Colihue, 2004.